La Dama de Shanghái (1947)


Al pensar en el noir se nos vienen grandes nombres a la cabeza: Billy Wilder, John Huston, Lauren Bacall, Humphrey Bogart etc. Quedarnos con uno sería muy difícil, e injusto, yo mismo no tengo claro a quién escogería, sin embargo, no tengo ninguna duda de que Orson Welles, por su labor tanto en la dirección como en la actuación es el candidato con mejores credenciales. Su aportación a lo que actualmente entendemos como noir fue capital, estableciendo un sinfín de recursos estilísticos y estéticos, así como algunos de sus códigos más representativos. Su ópera prima, la inconmensurable Ciudadano Kane, es un buen ejemplo de ello. No la catalogaría como cine negro, pero sí como un precursor del mismo, pues está repleta de elementos negros, como la voz en off, la narración a través de flashbacks, los misterios que envuelven a Kane, los contrastes entre luz y oscuridad, los enfoques torcidos de la poderosa fotografía de Gregg Tolan o la presencia de espejos que distorsionan la imagen/realidad. Y precisamente ese juego con los espejos es vital en la memorable penúltima escena de La Dama de Shanghái.

Como director Welles tiene en su haber tres noir, El Extraño, La Dama de Shanghái y Sed de Mal, estrenada en 1958 y considerada como la última película del periodo clásico del noir. En todas ellas también ejercía de actor; protagonista y villano en El Extraño, secundario y villano en Sed de Mal y protagonista, desgraciado e inocente en la que hoy nos ocupa. Pero su andadura en el cine negro no acaba allí, pues en los terrenos de la actuación trabajó en El Tercer Hombre (Carol Reed, 1949), como el maquiavélico Harry Lime, o en Impulso Criminal, un thriller judicial con retazos noir.

La película nace de un encargo para Welles, que habitualmente aceptaba trabajos de terceros para financiar sus proyectos personales, en este caso, una obra de teatro. Welles se había quedado sin presupuesto para el vestuario de “Around the World”, así que recurrió a Harry Cohn (presidente de Columbia Pictures), con quien acordó que a cambio de los 55.000$ que necesitaba dirigiría y protagonizaría una película para su estudio sin cobrar nada a cambio. La producción fue larga y complicada, en parte debido al divorcio entre Welles y Hayworth, lo cual retrasó el estreno considerablemente. La película fue un fracaso en su lanzamiento, alimentando la mala relación de Welles con la taquilla. Quizá el público no perdonara a Welles el corte de pelo y el tinte rubio al que sometió a Rita Hayworth.

La Dama de Shanghái nos cuenta la historia de Michael O’Hara (Orson Welles), quien conoce casualmente a Elsa (Rita Hayworth) cuando tres bandidos intentan atacarla en la noche neoyorkina. Él acude en su ayuda y queda prendado de su belleza y carisma. Ella, su marido, Arthur Bannister, abogado, y Glenn, el socio de este, se proponen iniciar un viaje por mar hasta San Francisco, al que se une Michael como marinero. Así da comienzo una peligrosa partida de ajedrez con mentiras en lugar de piezas y con el inocente marinero haciendo las veces de peón. Como él mismo dice, no es un héroe, sino un idiota, cebo para unos tiburones sin escrúpulos que lo utilizan para conseguir más poder y dinero. Un recorrido que se convierte en un viaje sinuoso por la costa americana, un sueño sensual que distorsiona la percepción de los personajes. No es habitual ver a Welles siendo el débil, pero su aspecto robusto y la seguridad que desprende encajan bien en el papel, contrastando con su incapacidad para entender la situación, como pasara con Robert Mitchum o Humphrey Bogart en otros de los grandes clásicos del noir.

Welles fue un mito, una figura y una presencia que iban más allá de la realidad de sus interpretaciones, algo que David Fincher retrató a la perfección en Mank y que en La Dama de Shangai permanece invariable. Michael es objeto de engaño, es débil, pero en ningún momento pierde su postura ni su carismática mirada, apareciendo recurrentemente entre las sombras y el humo. Pese al desaliento que desprende la historia, el final no es fatal para el protagonista, que logra sobrevivir, contrariamente a lo que podríamos pensar al inicio del film. Físicamente sale indemne de las zarpas de la femme fatale, pero internamente nunca volverá a ser el mismo. Se muestra fuerte y decidido a la hora de dejar atrás a Elsa, inamovible en su discurso, pero en realidad le duele hasta el punto de quedar destrozado, aun sabiendo el mal que ella encarna y la terrible verdad de sus actos. Todo ello queda perfectamente representado en la magnífica cita final de la película, cuando vemos a Michael marchándose de la escena del crimen del matrimonio Lanchester, diciendo “...a lo mejor vivo muchos años y logro olvidarla, o muero intentándolo”.

El guion y la historia son una reflexión sobre la avaricia inherente a la condición humana, retratada, por ejemplo, en la alegoría que comenta Michael sobre el macabro juego de tiburones al que juegan los ricos, donde intentan consumirse unos a otros, terminando, paradójicamente, todos muertos. “Al final no quedó ningún tiburón”. “El que escucha su verdadera naturaleza, al final la conserva”. La película ahonda con maestría en la psicología criminal, a través de un lenguaje distinto al habitual, complejo, con un guion plagado de engaños, como suele ser habitual en el noir, y con una interesante interpretación sobre el mal, entendido como una presencia perpetua. Todo ello no tendría sentido sin la fotografía expresionista de Charles Lawton Jr. (no confundir con Charles Laughton), poderoso e innovador a partes iguales, con composiciones llamativas y con el negro como eje central.

La manifestación de esa presencia maligna la encarna la femme fatale, Elsa Bannister, interpretada por Rita Hayworth, en uno de los papeles más importantes de su carrera. Un personaje magnético, lleno de matices, al que Welles supo sacarle su máximo partido, en especial en los poderosos primeros planos de su rostro. El director quería ver a Hayworth en un registro distinto al de las películas que la habían llevado al estrellato, papeles de pinup donde se le daba mayor importancia a su belleza que a su capacidad interpretativa. Por ello apostó por alterar su look, cambiando su característica melena pelirroja por un peinado rubio y más corto, de manera que conservaba su indiscutible belleza, pero mostraba una imagen menos extravagante. Los personajes femeninos empezaban a dejar de ser simples añadidos para convertirse en una parte importante del desarrollo de las historias, y la femme fatale era un claro ejemplo de ello. No es solo que el título de la cinta haga referencia a Elsa, ella es el punto central de la narración, el elemento que mueve las tramas. Es la razón de ser de ese viaje en forma de sueño, cuya presencia supone el delirio del protagonista. Exhibe una perversidad pasmosa, sabe que la única manera de sobrevivir en un mar de tiburones es convertirse en uno de ellos, en el más grande. Aunque termina siendo engañada y consumida por sus propios planes en esa maravillosa escena de la habitación de los espejos, una virtuosa composición visual y sonora que mezcla cristales rotos, disparos y giros de cámara enfermizos. Es de recibo destacar la fantástica labor actoral de Everett Sloane (Arthur Bannister), en especial en esa última parte.

En resumen, una película fantástica, cuya historia rezuma noir en cada escena. Un trabajo preciso, donde todo está calculado al milímetro, plagado de innovaciones técnicas y argumentales que poco tienen que envidiarle a Ciudadano Kane.

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